María José González Díaz (Rincones)
Ayer paseé por mi Olimpo particular. Ayer miré de frente a la felicidad, entre notas musicales de pájaros salvajes y el susurro de la brisa. Ayer tuve el privilegio de sentarme en medio del silencio para que todos mis sentidos se desplegaran sin cortapisas.
A veces, mi Lanzarote tiene eso. Una peculiar forma de trasladarte, en un solo minuto, desde el aturdimiento de la urbe a la dicha del Edén.
Me adentré por un camino de tierra y ceniza volcánica hacia la Geria, un paisaje de cultivo único porque, sólo existe en la isla más oriental de las Canarias, este plantío a pie de cráter. Cerramientos de piedra volcánica en formas de luna para ahuyentar al viento constante de los alisios y defender cultivos. Pequeñas piedras de olivinas verdes que destellan con los rayos del sol, una luz de astro que se esconde por momentos entre nubarrones de blanco matiz. Superficies de rofe negro en donde se filtra el agua de las lluvias y el rocío de las noches para alimentar uvas, higos, limones, tunos, guayabos…
Recordé las palabras de una amiga terapeuta que me recomendaba visualizar algún paisaje que me aportara serenidad, cuando el agobio me invadiera. Nunca conseguí “ver” sin “estar”. Jamás tuve esa capacidad de movilidad mental imaginando aguas, playas, montañas o prados recostada en un sofá. Ni siquiera escuchando mi voz en grabaciones elaboradas con esa finalidad relajante, en donde se detallaban las particularidades de ese remanso de despreocupación donde la paz se inhalaba por doquier, pude transportarme.
Sin embargo estando allí, en medio de la Geria, se consigue todo. Se flexionan las rodillas, se agacha la cabeza apoyando el frontal en ellas. Se acurrucan las piernas con los dos brazos para convertir el homo erguido en homo encogido. El sol roza la nuca; el aire acaricia el cabello de forma delicada; el lejano trinar de un pájaro sobre las ramas de la higuera; los aromas a frutos y lapilli inundan los poros; olor a higueras, a parras y uvas, a limoneros, a vida. Luego el silencio. Y una sensación única de bienestar. Una emoción inmensa que comienza en el estómago y se eleva hasta la sien, en un caminar ascendente desde la inconsciencia hasta el raciocinio. Nada puede equipararse a ese estado de levitación mental en donde el sufrimiento, las inquietudes, las dudas, los compromisos, los rencores, las necesidades, todo desaparece para dar paso a la tranquilidad y al equilibrio más perfecto.
Respiro y absorbo cada una de las gotas de esta paz. Mi rostro comenzará de forma innata a esbozar una sonrisa como muestra del placer que me empapa. Y en este estado de júbilo puedes cavilar e incluso verbalizar en susurros que:
“NO HAY NADA MÁS. NADA MÁS ALLÁ DE ESTA REALIDAD. NADA POR LO QUE VIVIR O POR LO QUE RESPIRAR SIN ESTA SENSACIÓN”.
Una nube cubre el rayo de sol que calentaba mi cuello y espalda y, una voz interior que apareció el día en que me convertí en madre entre preocupación y protección maternal, me dice al oído:
¡Ponle la chaqueta al niño!
Y ahí se abren los ojos. Se busca el abrigo. Se cubre al infante. Se vuelve al mundo. Se concluye el período de feliz letargo con acordes de armonía en un regreso directo a la cotidianidad, no sin antes prometerme a mí misma que no pasaré demasiado tiempo sin regresar a mi Paraíso particular; a mi Volcán; a mi Parra; a mi Higuera; a mi Geria.