Por Sol Pilar
De repente todo se oscureció, se hizo un silencio entre divertido y temeroso, quedamos expectantes ante la incertidumbre que produce el saber que algo inusual está pasando. No es normal que para comer tengamos que vendarnos los ojos, quedarnos sin vista como decimos coloquialmente, pero desde que la voz de Orlando nos conminó cariñosamente a colocarnos los antifaces ciegos hasta que sentí cómo una mano me guiaba hacia la copa recién depositada en la mesa tuve una sensación de extravío.
Fueron sólo unos segundos casi de soledad extrema. Digo casi porque el oído supo erigirse como el mejor de los centinelas, pero aún así no era capaz de llevar las imágenes de lo que estaba sucediendo como lo podía haber hecho la vista, y fue cuando sucedió el milagro. Ante esa falta tan importante, el tacto tomó el mando, hizo una exploración del terreno e inmediatamente dio paso al olfato, una gran responsabilidad para la de tener que identificar los aromas que desprendían aquellos alimentos y encima convencer al sentido más dependiente de la vista como es el gusto de que aquello se podía saborear. Y lo convenció. Vaya que si lo hizo y ahí empezó la fiesta, fueron cinco platos que maridaron perfectamente con las bebidas seleccionadas para cada uno de ellos.
No les contaré de qué se compuso el menú, porque aunque estuvo a la altura de lo que nos ofrece el Lillium, prefiero que lo prueben al menos una vez si tienen la oportunidad. Eso sí, en cada cena se preparan platos diferentes pero no quisiera contaminar con mi opinión esa increíble experiencia.
Sólo me queda decir que la atmósfera de complicidad que se creó en el restaurante fue muy sorprendente, como si el privarnos del poder de observar nos liberara de juicios u opiniones y eso nos acercara más aún sin conocernos previamente. Ha sido una de las experiencias más gratificantes que he tenido y les invito a que lo experimenten.