Alfredo Martínez
Con la puntualidad de un swatch suizo, la calma meteorológica de septiembre empieza a sentirse en las postrimerías de cada 31 de agosto. Curiosa cosa. Ese 31 de agosto hubo un vendaval. Amanece el 1 de septiembre, aquí paz y en el cielo gloria…no se mueve una rama de palmera. Coincide el buen tiempo con las masas turísticas cerrando herméticamente sus maletas para el viaje de vuelta, justo en el preciso instante en que el último vuelo de Guacimeta da por concluido el embarque. No es un día antes, ni siquiera unas horas previas. Avanzan las primeras horas del día de autos y el viento, el dichoso fumeque que nos ha martilleado en julio y agosto, la ventisca que nos ha impedido leer la prensa en el jable, pero que ha facilitado que comiéramos arena, los insoportables remolinos que vidriaron los ojos van y desaparecen.
Y es así cuando Lanzarote, a 1 de septiembre, amanece quieta, parada, acogedora. Hoy se te ve diferente, ¿porqué no te quedas todo el año así: quieta, parada? Desde el desvío de la carretera Teguise-San Bartolomé en dirección a Famara se atisba la maravillosa estampa del noroeste lanzaroteño, tan inquieta de noviembre a agosto, tan amable en septiembre y buena parte de octubre. El Archipiélago Chinijo y sus islas, La Graciosa, Montaña Clara, Alegranza y el Roque del Oeste, asoman sin timidez ni complejo en el horizonte, en una sosegada panorámica que invita al baño y al paseo, a las palas, a la lectura, a un partidito de fútbol playero o al sillón ball sin balón en la silla bajo la sombrilla sin hacer nada de nada, la más absoluta de las nadas, en la kilométrica playa de Famara.
¡Qué alegre la cancelación de aquél vuelo previsto para septiembre! ¿A quién se le ocurre? Atento a la disyuntiva. Darte de codos en las salas de aeropuerto, cruzar los dedos para no sufrir un retraso, perder una maleta o la penúltima huelga de Iberia o disfrutar con el gusto tan gustoso de permanecer en la orilla de Famara a las ocho de la tarde. Hacer cola en busca del tique de Torre Eiffel o apurar el ingenio en la partida de parchís con los colegas. Solicitar en un horrible spanglish una canoa para transitar por el Sena o tomar una cerveza en Lagomar de vuelta de la playa.
No dudo que París pueda ser la ciudad de las luces o la ciudad de las ciudades e incluso que bien valga una misa, pero posaré mis pies sobre ella en cualquier mes del año, en cualquier estación, a excepción de septiembre y del ocaso veraniego lanzaroteño. En septiembre, septiembre forever, no me muevo de esta Lanzarote.