Jorge Marsá
Leí hace pocos días, en una publicación especializada en la materia, una frase que, pese a haberla escuchado en otras ocasiones, no deja de llamarme la atención: “Sabemos que la oferta gastronómica de Lanzarote de hoy es rica y variada”. ¿Lo sabemos? Quizá a base de repetirlo hemos terminado por “saber” algo que es claramente falso.
De hecho, resultaría absolutamente sorprendente que una sociedad que era pobre de solemnidad hasta ayer, y cuyas materias primas culinarias eran exiguas, hubiera producido una gastronomía rica y variada. Pero no hay sorpresa: las limitaciones de la gastronomía lanzaroteña se aprecian en los restaurantes, en las casas y en los comercios en los que nos aprovisionamos.
Cuando llegué a la Isla, hace dieciséis años, resultaba difícil incluso encontrar un restaurante en el que le ofrecieran a uno la materia prima más señalada de la gastronomía insular, el pescado, en un punto que no recordara al de la carbonización. Y sólo la ausencia de una tradición culinaria “rica y variada” podía explicar las escasas formas de tratar ese pescado: frito, a la plancha o sancochado… y pare usted de contar. Lo que se encontraba uno a la mesa en las ocasiones en que era invitado a comer por algunos lanzaroteños, incluso cuando se ofrecía con orgullo, solía resultar, por decirlo suavemente, primario. Y la oferta del comercio alimentario era de una escasez que llamaba la atención.
Creo que en estos dieciséis años la situación ha mejorado, es verdad, pero aun así “la oferta gastronómica de Lanzarote” no sólo no es “rica y variada”, sino que está a una considerable distancia de la que encontramos en Gran Canaria, Tenerife y en la Península. Aquí se come mal; generalizadamente, es decir, con pocas excepciones. Se mejora, pero como también lo hacen en el resto del país (el avance de la cocina española en las últimas dos décadas, en restaurantes y casas, ha sido ciertamente espectacular), pues la comparación no hace sino mostrar las carencias de nuestra gastronomía.
Si a la pobre tradición culinaria de la sociedad insular le sumamos el turismo que nos llega, se comprende entonces que poco ha sido el acicate para que los restauradores mejoraran su oferta. Me viene a la mente el caso del cocinero que, en mi opinión, mejor ha dado de comer en estos años, José Rodríguez, y el hecho de que la ocupación en sus restaurantes nunca fuera la esperada. Conocí primero El Colón en Matagorda; después, El Almirante en El Cable; y por último, La Puntilla en El Charco. El caso es que, ni planteando una oferta gastronómica más accesible en Arrecife, ni logrando la mejor relación calidad/precio que conozco en Lanzarote, se ha conseguido que el pequeño local se llene con frecuencia. Así que continúo pensando lo mismo que siempre: José Rodríguez da demasiado bien de comer para lo que demanda el sector más refinado de la sociedad insular y de los turistas que nos visitan.
Pese a lo dicho, pese a las difíciles condiciones de partida, se están produciendo intentos por mejorar la oferta culinaria en Lanzarote: unos pocos despiertan interés; en otros casos, las buenas intenciones apenas logran esconder la escasa puesta al día en materia gastronómica de la que dan muestra quienes los emprenden. Pero lo que es seguro es que, además de la suma de esos esfuerzos, hará falta tiempo para que la oferta gastronómica de Lanzarote sea rica y variada. Y no creo que aceleremos el proceso por mucho que nos esforcemos en vender fantasías a quienes nos visitan y engañarnos a nosotros mismos. Siempre me ha parecido más pertinente aquello de que lo primero que hace falta para transformar la realidad es conocerla.